miércoles, 4 de noviembre de 2015

Pandemia. Continuación primera parte

Pandemia primera parte. (continuación)

-¡Carla! ¡Ayúdame, ven! Tenemos que recoger todas las fresas que estén rojas, o los pájaros darán buena cuenta de ellas. Yo recogeré algunas alcachofas que he visto por allí. Y al terminar nos vamos-
-¡Vale Yayo! ¡Ya voy!-
Carla tenía doce años, pero en las últimas dos semanas se había convertido en una gran recolectora y amante de la fruta y la verdura fresca, que tanto le costaba comerse antes. Se había quedado sola hacía un tiempo, muy sola. Sola y tan asustada, su vida había cambiado radicalmente y de forma brusca, aquella maldita enfermedad, cambió el mundo en pocas semanas, tan rápido y tan contundente que ella no estaba para nada preparada, a pesar de haber sido la más brillante estudiante en la escuela.
La escuela. ¡Ah, la escuela! que lejos quedaba ya, su clase, que absurdo parecía aquello de las clases ahora, tan inútil. De nada le había servido.
Se había quedado refugiada en su casa, aunque ya no era una casa como la entendían antes de la pandemia, tenía muchos aparatos, pero sin electricidad era todo tan inservible que no podía ni calentarse la comida, podría haber encendido fuego, pero le intimidaba tanto. Sus padres la habían protegido tanto que el miedo que sentía del fuego era visceral, tan profundo que la incapacitaba siquiera para pensarlo.
Los padres de Carla se vieron venir el desastre y almacenaron en casa toda la comida enlatada que habían podido. Pero no fueron los únicos, y las reservas eran limitadas.
Un día ellos no volvieron, y Carla supo que se habían ido para siempre, que el virus no los iba a olvidar y se habían marchado para no cargarla a ella con sus cuerpos. Ellos se lo habían explicado, a pesar de que ella no quería saber nada de aquello, como si su ignorancia fuese a hacer que desapareciese lo que no le gustaba. En cierto modo así había sido siempre, sus padres la habían criado en un mundo feliz donde lo malo no existía, pero ahora no funcionaba ya. Los problemas eran superiores a lo que sus padres podían resolver y la realidad se imponía avasallando, y ella tenía que aceptarlo.
Sus padres se marcharon,sí, pero el hedor del ambiente era asfixiante, terrible. Había muchos más cuerpos. Y ella, se había encerrado en su piso para no tener que ver la espantosa enfermedad y sus fatales consecuencias. A esperar que un mundo rosa aflorase de alguna forma mágica.
Pero los recursos de los que sus padres la habían proveído se habían acabado. Debía ser valiente y buscar comida, pero era incapaz.  Desde el balcón de su casa había visto pasar gente, mejor dicho, niños y niñas desamparados, y también animales. Animales sin dueños que los cuidaran que se habían asilvestrado. Ella temía a los perros, mucho, los había visto agruparse en jaurías e intimidar a los niños, gruñirles amenazantes, si lo que había en juego era algo de comida.

Sola, allí en aquel piso, atrincherada de un mundo enloquecido y enfermo, se hubiera muerto de miedo, de hambre y de sed, de no ser por la vuelta de su abuelo. Uno de los pocos adultos inmunes a aquel extraño y devastador virus que no había dejado títere con cabeza, que a ella no la había afectado en su persona, pero, que sus consecuencias y la absurda educación que había recibido la hubieran matado también, de un modo lento, cruel y sin sentido alguno.

No hay comentarios: