Pandemia primera parte. (continuación)
-¡Carla! ¡Ayúdame,
ven! Tenemos que recoger todas las fresas que estén rojas, o los pájaros darán
buena cuenta de ellas. Yo recogeré algunas alcachofas que he visto por allí. Y
al terminar nos vamos-
-¡Vale Yayo! ¡Ya
voy!-
Carla tenía doce
años, pero en las últimas dos semanas se había convertido en una gran
recolectora y amante de la fruta y la verdura fresca, que tanto le costaba
comerse antes. Se había quedado sola hacía un tiempo, muy sola. Sola y tan
asustada, su vida había cambiado radicalmente y de forma brusca, aquella
maldita enfermedad, cambió el mundo en pocas semanas, tan rápido y tan
contundente que ella no estaba para nada preparada, a pesar de haber sido la
más brillante estudiante en la escuela.
La escuela. ¡Ah, la escuela! que lejos
quedaba ya, su clase, que absurdo parecía aquello de las clases ahora, tan
inútil. De nada le había servido.
Se había quedado
refugiada en su casa, aunque ya no era una casa como la entendían antes de la
pandemia, tenía muchos aparatos, pero sin electricidad era todo tan inservible
que no podía ni calentarse la comida, podría haber encendido fuego, pero le intimidaba
tanto. Sus padres la habían protegido tanto que el miedo que sentía del fuego
era visceral, tan profundo que la incapacitaba siquiera para pensarlo.
Los padres de Carla se vieron
venir el desastre y almacenaron en casa toda la comida enlatada que habían podido.
Pero no fueron los únicos, y las reservas eran limitadas.
Un día ellos no volvieron, y Carla supo que se habían ido para siempre, que el virus no
los iba a olvidar y se habían marchado para no cargarla a ella con sus cuerpos.
Ellos se lo habían explicado, a pesar de que ella no quería saber nada de
aquello, como si su ignorancia fuese a hacer que desapareciese lo que no le
gustaba. En cierto modo así había sido siempre, sus padres la habían criado en
un mundo feliz donde lo malo no existía, pero ahora no funcionaba ya. Los
problemas eran superiores a lo que sus padres podían resolver y la realidad se imponía avasallando, y ella tenía que
aceptarlo.
Sus padres se marcharon,sí, pero el hedor del ambiente era asfixiante, terrible. Había muchos más cuerpos. Y ella,
se había encerrado en su piso para no tener que ver la espantosa enfermedad y
sus fatales consecuencias. A esperar que un mundo rosa aflorase de alguna forma mágica.
Pero los recursos de
los que sus padres la habían proveído se habían acabado. Debía ser valiente y
buscar comida, pero era incapaz. Desde el
balcón de su casa había visto pasar gente, mejor dicho, niños y niñas desamparados,
y también animales. Animales sin dueños que los cuidaran que se habían
asilvestrado. Ella temía a los perros, mucho, los había visto agruparse en
jaurías e intimidar a los niños, gruñirles amenazantes, si lo que había en
juego era algo de comida.
Sola, allí en aquel
piso, atrincherada de un mundo enloquecido y enfermo, se hubiera muerto de
miedo, de hambre y de sed, de no ser por la vuelta de su abuelo. Uno de los
pocos adultos inmunes a aquel extraño y devastador virus que no había dejado
títere con cabeza, que a ella no la había afectado en su persona, pero, que
sus consecuencias y la absurda educación que había recibido la hubieran matado
también, de un modo lento, cruel y sin sentido alguno.
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